El Cardenal había tenido que cruzar los pirineos para llegar a la Abadía Tomista de Clermont. Clermont, la ciudad donde el Papa Urbano II hubiera proclamado la Primera Cruzada, resultaba un lugar emblemático, y del que Nicolás deseaba aprender. El Borja acudía a aquellas tierras distantes para reunirse con sus hermanos de la Casa de Valyria, a quienes había tenido el honor de conocer en los callejones e instituciones de Roma, entre conspiraciones e intrigas.
...y él, que también era Duque, y normalmente viajaban con gran ostentación, escoltado por guardias con los pendones de su casa, esa vez, viajaba sólo, y con ropajes negros. La primavera parecía que en cualquier momento se convertiría en verano, y el cardenal deseaba disfrutar del trayecto, que aunque largo, no dejaba de resultarle interesante. Lamentaba el no haber podido dominar la lengua francesa, a pesar de conocer cada día más las costumbres de su gente, y del Reino de la dinastía de los capetos.
Fuera como fuera, divisó la Abadía en la lejanía. Espoleó su caballo, y se encaminó hacia sus puertas:
-¡Soy Nicolás Borja, Cardenal Sufragáneo Hispánico, Arzobispo de Valencia, Duque de Gandía, Chanciller de Valencia, e Inquisidor de la Fe, y solicito con humildad a nuestros hermanos que me abráis las puertas!-pronunció, en su lengua materna, el español. Con suerte Arnarion acudiría a él, ante la consternación del portero.